ACEPTAR EL TIEMPO Y LA VOLUNTAD DEL SEÑOR - Por el élder David A. Bednar
La fe firme en el Salvador es aceptar sumisamente Su voluntad y Su tiempo en nuestra vida, incluso si el resultado no es lo que esperábamos o deseábamos.
El élder Neal A. Maxwell
(1926–2004) fue un amado discípulo del Señor Jesucristo. Prestó servicio como
integrante del Cuórum de los Doce Apóstoles durante veintitrés años, desde 1981
hasta 2004. El poder espiritual de sus enseñanzas y su ejemplo de discípulo
fiel han bendecido y continúan bendiciendo en formas maravillosas a los
miembros de la Iglesia restaurada del Salvador y a las personas del mundo.
En octubre de 1997, mi esposa y yo
recibimos al élder y a la hermana Maxwell en la Universidad Brigham Young—Idaho
(que entonces se llamaba Colegio Ricks). Él iba a hablar al alumnado, al
personal y al cuerpo docente durante una asamblea devocional.
Anteriormente, ese mismo año, el élder
Maxwell se había sometido a cuarenta y seis días y noches de debilitante
quimioterapia contra la leucemia. Su rehabilitación y la terapia continua
progresaron en forma positiva a lo largo de los meses de primavera y verano; no
obstante, su fortaleza y vigor eran limitados cuando viajó a Rexburg. Después
de recibir al élder y a la hermana Maxwell en el aeropuerto, Susan y yo los
llevamos a nuestra casa para que descansaran y para comer un almuerzo liviano
antes del devocional.
Yo le pregunté al élder Maxwell qué
lecciones había aprendido de su enfermedad. Siempre recordaré la respuesta
precisa y penetrante que me dio: “Dave”, dijo, “he aprendido que no desmayar es
más importante que sobrevivir”.
Su respuesta era un principio del cual
había tenido extensa experiencia personal durante la quimioterapia. En enero de
1997, el día en que iba a empezar la primera serie de tratamientos, el élder
Maxwell miró a su esposa, la tomó de la mano, dio un profundo suspiro y le
dijo: “Lo único que quiero es no desmayar”.
En su mensaje de la Conferencia General
de octubre de 1997, él enseñó esto con gran sinceridad: “… a medida que
enfrentemos nuestras pruebas y tribulaciones… también nosotros podemos
suplicarle al Padre, tal como lo hizo Jesús, que no tengamos que ‘desmayar’, es
decir, retroceder o rehuir (véase D. y C. 19:18). ¡No desmayar es mucho
más importante que sobrevivir! Más aún, el beber de una amarga copa sin
amargarse es asimismo parte de emular a Jesús”1.
Los pasajes de las Escrituras que se
refieren al sufrimiento del Salvador cuando ofreció el infinito y eterno
sacrificio expiatorio se volvieron más conmovedores y significativos para mí.
“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido
estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
“mas si no se arrepienten, tendrán que
padecer así como yo;
“padecimiento que hizo que yo, Dios, el
mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y
padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber
la amarga copa y desmayar.
“Sin embargo, gloria sea al Padre,
bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C.
19:16–19).
El Salvador no desmayó ni en Getsemaní
ni en el Gólgota.
El élder Maxwell tampoco desmayó; este
extraordinario Apóstol siguió adelante con firmeza y fue bendecido con tiempo
extra en la tierra para amar, prestar servicio, enseñar y testificar. Esos años
finales de su vida fueron un enfático signo de admiración para su ejemplo de
discipulado devoto, tanto en palabra como en hechos.
Creo que la mayoría de nosotros
probablemente esperaríamos que un hombre con la capacidad, experiencia y talla
espiritual del élder Maxwell enfrentara una enfermedad grave y la muerte con un
entendimiento del plan de felicidad de Dios, con tranquilidad, aplomo y
dignidad; pero yo testifico que esas bendiciones no están reservadas
exclusivamente para las Autoridades Generales ni para un pequeño grupo selecto
de miembros de la Iglesia.
Desde que fui llamado al Cuórum de los
Doce, mis asignaciones y viajes me han permitido conocer a Santos de los
Últimos Días de todo el mundo, fieles, luchadores y valientes. Quiero hablarles
de un joven y una joven que han bendecido mi vida y de quienes he aprendido
lecciones espiritualmente vitales acerca de no desmayar y de dejar que nuestra
propia voluntad sea “absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
La historia es verídica y los
personajes son reales; sin embargo, no utilizaré los nombres verdaderos de las
personas. Con la autorización de ellos, citaré algunas entradas de sus
respectivos diarios personales.
“No se haga mi voluntad, sino la tuya”
John es un digno poseedor del
sacerdocio y prestó fiel servicio como misionero de tiempo completo. Después de
regresar de la misión, empezó a salir y se casó con Heather, una joven íntegra
y maravillosa. Él tenía veintitrés años y ella veinte el día en que se sellaron
en la Casa del Señor por esta vida y por toda la eternidad.
Aproximadamente tres semanas después de
su boda en el templo, a John le diagnosticaron cáncer en los huesos y, como
también le encontraron nódulos cancerosos en los pulmones, el pronóstico no era
bueno.
John escribió esto en su diario: “Fue
el día más aterrador de mi vida, no solo porque me dijeron que tenía cáncer,
sino también porque estaba recién casado y sentí que había fracasado como
esposo. Yo era el sostén y el protector de nuestra nueva familia y ahora, tras
tres semanas en esa función, sentía que había fracasado”.
Heather escribió: “Fue una noticia
devastadora, y recuerdo lo mucho que cambió nuestra perspectiva. Me encontraba
en la sala de espera del hospital escribiendo notas de agradecimiento por los
regalos de boda mientras esperábamos los resultados de los análisis de John;
pero después de saber que tenía cáncer, las ollas y los utensilios de cocina ya
no eran importantes. Fue el peor día de mi vida; pero recuerdo que esa noche me
fui a la cama sintiendo gratitud por nuestro sellamiento en el templo. Aunque
los médicos le habían dado solo un treinta por ciento de posibilidades de
sobrevivir, yo sabía que, si permanecíamos fieles, tenía un cien por ciento de
posibilidades de estar con él para siempre”.
Aproximadamente un mes después, John
empezó la quimioterapia. Él describió la experiencia de esta manera: “Los
tratamientos me hicieron sentir más enfermo de lo que nunca había estado; se me
cayó el cabello, adelgacé unos veinte kilos y sentía como si mi cuerpo
estuviera desintegrándose. La quimioterapia también me afectó emocional, mental
y espiritualmente. Durante los meses de tratamiento, la vida era como una
montaña rusa, con altos y bajos y todas las fases intermedias. No obstante, a
través de todo eso, Heather y yo seguimos teniendo fe en que Dios me sanaría;
sencillamente lo sabíamos”.
A su vez, Heather anotó lo que pensaba
y sentía: “No podía soportar la idea de que John se quedara solo de noche en el
hospital, así que todas las noches dormía en un pequeño sofá que había en su
cuarto. Muchos amigos y familiares nos visitaban durante el día, pero las horas
de la noche eran lo más difícil; con la mirada fija en el techo, me preguntaba
qué tendría reservado para nosotros el Padre Celestial. A veces, mi mente
divagaba a lugares oscuros, y el temor de perder a John llegaba casi al punto
de abrumarme. Pero sabía que esos pensamientos no provenían del Padre
Celestial; empecé a orar con mayor frecuencia pidiendo consuelo, y el Señor me
dio la fortaleza para seguir adelante”.
A los tres meses, John se sometió a una
operación quirúrgica para extirparle un tumor grande que tenía en una pierna.
Dos días después de la cirugía, fui al hospital a visitarlos. Hablamos de
cuando conocí a John en el campo misional, de su matrimonio, del cáncer y de
las lecciones eternamente importantes que aprendemos al pasar por las pruebas
de la vida terrenal. Al acercarse el fin de la visita, John me preguntó si
podía darle una bendición del sacerdocio. Le contesté que lo haría con mucho
gusto, pero que primero tenía que hacerle algunas preguntas.
Procedí a hacerle preguntas que no
había pensado hacer y que ni siquiera había considerado: “John, ¿tienes la fe
para no ser sanado? Si es la voluntad de nuestro Padre Celestial que en tu juventud
seas trasladado por la muerte al mundo de los espíritus para continuar tu
ministerio, ¿tienes la fe para someterte a Su voluntad y no ser sanado?”.
En las Escrituras, vemos con frecuencia
que el Salvador o Sus siervos ejercieron el don espiritual de la sanidad
(véanse 1 Corintios 12:9; D. y C. 35:9; 46:20) y percibían
cuando una persona tenía la fe para ser sanada (véanse Hechos 14:9; 3 Nefi 17:8; D.
y C. 46:19). Pero, a medida que John, Heather y yo considerábamos la situación
y analizábamos esas preguntas, fuimos comprendiendo cada vez más que, si la
voluntad de Dios era que ese buen joven sanara, entonces esa bendición
únicamente se podría recibir si esa valiente pareja tenía primero la fe para no
sanar. En otras palabras, era necesario que ambos jóvenes superaran, mediante
la expiación del Señor Jesucristo, la tendencia del “hombre natural” (Mosíah
3:19) que todos tenemos de exigir con impaciencia e insistir incesantemente
recibir las bendiciones que deseamos y que creemos merecer.
Reconocimos un principio que se aplica
a todo discípulo devoto: la fe firme en el Salvador es aceptar sumisamente Su
voluntad y Su tiempo en nuestra vida, incluso si el resultado no es lo que
esperábamos o deseábamos. Por supuesto, John y Heather iban a desear, anhelar y
suplicar que sanara con toda su alma, mente y fuerza; pero lo más importante
era que estuvieran “[dispuestos] a someterse a cuanto el Señor [juzgara]
conveniente imponer sobre [ellos], tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah
3:19). Verdaderamente, tenían que estar dispuestos a ofrecerle sus “almas
enteras como ofrenda” (Omni 1:26) y a orar humildemente: “Padre, si quieres,
pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Lo que en un principio nos habían parecido
a ellos y a mí preguntas desconcertantes se convirtieron en parte de un modelo
generalizado de paradojas del Evangelio. Consideren esta amonestación del
Señor: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de
mí, la hallará” (Mateo 10:39). Y también dijo: “Pero muchos primeros serán
postreros, y los postreros, primeros” (Mateo 19:30). Y el Señor recalcó a Sus
discípulos de los últimos días: “Y por tu palabra muchos de los soberbios serán
humillados, y muchos de los humildes serán ensalzados” (D. y C. 112:8). Por
tanto, el tener fe para no ser sanado parece encajar apropiadamente en un
potente modelo de paradojas penetrantes que nos requieren pedir, buscar y
llamar a fin de que podamos recibir conocimiento y entendimiento (véase 3 Nefi
14:7).
Después de tomar el tiempo necesario
para meditar sobre mis preguntas y de hablar con la esposa, John me dijo:
“Élder Bednar, yo no quiero morir, no quiero dejar a Heather; pero si la
voluntad del Señor es trasladarme al mundo de los espíritus, entonces estoy
dispuesto a aceptarlo”.
Mi corazón rebosó de agradecimiento y
admiración al ver a este joven matrimonio enfrentarse a la lucha espiritual más
exigente de todas: la entrega sumisa de su voluntad a la voluntad de Dios. Mi
fe se fortaleció al ver a ese matrimonio permitir que sus fuertes y
comprensibles deseos de que sanara quedaran “[absorbidos] en la voluntad del
Padre” (Mosíah 15:7).
John describió de esta manera la
reacción que tuvo a nuestra conversación y a la bendición que recibió: “El
élder Bednar compartió con nosotros el pensamiento del élder Maxwell de que es
mejor no desmayar que sobrevivir. Después nos preguntó: ‘Sé que tienen la fe
para que seas sanado, ¿pero tienen la fe para no ser sanado?’. Ese era un
concepto desconocido para mí. En esencia, lo que preguntaba era si yo tenía la
fe para aceptar la voluntad de Dios si Su voluntad era que no fuese sanado. Si
se acercara el momento de entrar en el mundo de los espíritus mediante la
muerte, ¿estaba preparado para someterme y aceptar?”.
John continuó: “Tener la fe para no
sanar parecía contrario a la lógica; pero esa perspectiva cambió la manera de
pensar de mi esposa y la mía, y nos permitió depositar nuestra confianza total
en el plan que el Padre tiene para nosotros. Aprendimos que teníamos que
obtener la fe de que el Señor está al mando, sea cual sea el resultado, y que
Él nos guiará desde donde estamos a donde tenemos que estar. Al orar, nuestras
súplicas cambiaron de ‘Te suplico que me sanes’ a ‘Te suplico que me des la fe
para aceptar cualquier resultado que Tú hayas preparado para mí’.
“Estaba seguro de que, por ser un
Apóstol, el élder Bednar bendeciría los elementos de mi cuerpo para que se
restauraran y que yo saltaría de la cama y empezaría a bailar o hacer algo así
de impresionante; pero, cuando me bendijo ese día, me asombró el hecho de que
sus palabras eran casi idénticas a las pronunciadas por mi padre, mi suegro y mi
presidente de misión. Me di cuenta de que, al fin y al cabo, no importa de
quién son las manos sobre mi cabeza; el poder de Dios no cambia, y Su voluntad
se nos da a conocer personalmente y por medio de Sus siervos autorizados”.
Se dio la bendición, y pasaron días,
meses y años. Milagrosamente, el cáncer de John entró en remisión; pudo
terminar sus estudios universitarios y obtener un buen trabajo. Él y Heather
continuaron fortaleciendo su matrimonio y disfrutando la vida juntos.
Un tiempo después, recibí una carta de
John y Heather informándome que el cáncer había vuelto. Se inició la
quimioterapia y se programó la cirugía. John explicó: “La noticia no solo nos
causó desilusión, sino que también nos dejó perplejos. ¿Hubo algo que no
aprendimos la primera vez? ¿Esperaba el Señor algo más de nosotros?
“De modo que oré para obtener claridad
y para que el Señor me ayudara a comprender por qué el cáncer había vuelto a
aparecer. Un día, mientras leía el Nuevo Testamento, recibí la respuesta.
Estaba leyendo el relato de cuando Cristo y Sus apóstoles estaban en el mar y
se levantó una tormenta. Temerosos de que el barco se hundiera, los discípulos
se acercaron al Salvador y le preguntaron: ‘Maestro, ¿no tienes cuidado que
perecemos?’. ¡Eso era exactamente lo que yo sentía! ¿No tienes cuidado de que
yo tenga cáncer? ¿No tienes cuidado de que queramos comenzar una familia? Pero,
al continuar leyendo el relato, encontré mi respuesta: El Señor los miró y les
dijo: ‘¿Cómo no tenéis fe?’, y extendiendo la mano, calmó las aguas.
“En aquel momento tuve que hacerme la
pregunta: ‘¿De verdad lo creo? ¿Creo realmente que Él calmó las aguas ese día?
¿O es solamente un relato interesante de leer?’ La respuesta es: Sí creo, y
debido a que sé que Él calmó las aguas, en ese instante supe que Él podría
sanarme. Hasta aquel momento me había sido muy difícil reconciliar la necesidad
de tener fe en Cristo con la inevitabilidad de Su voluntad; las consideraba dos
cosas diferentes y a veces pensaba que se contradecían. Me preguntaba: ‘¿Por
qué debo tener fe si al final Su voluntad es lo que prevalecerá?’. Después de
esa experiencia, supe que el tener fe —por lo menos en mi caso— no era
precisamente saber que Él me sanaría, sino que podía sanarme.
Tenía que creer que Él podía hacerlo; y luego, si me curaba o no, dependía de
Él.
“Al permitir que esas dos ideas
coexistieran —la fe centrada en Jesucristo y una total sumisión a Su voluntad—
encontré mayor consuelo y paz. Ha sido extraordinario ver la mano del Señor en
nuestra vida; todo se ha ido acomodando, han sucedido milagros y nos sentimos
continuamente humildes y conmovidos al ver desplegarse el plan del Señor para
nosotros”.
Sin duda, la rectitud y la fe son
fundamentales para mover montañas, si el mover montañas cumple con los
propósitos de Dios y está de acuerdo con Su voluntad. La rectitud y la fe son
sin duda fundamentales para sanar a los enfermos, a los sordos y a los cojos,
si esa sanación cumple con los propósitos de Dios y está de acuerdo con Su
voluntad. Por lo tanto, incluso aunque tengamos gran fe, muchas montañas no se
moverán y no todos los enfermos y los débiles serán sanados. Si se acabara toda
oposición, si se eliminaran todas las dolencias, entonces los propósitos
principales del plan del Padre se frustrarían.
El significado de todas las cosas
La historia de John y Heather es común
y corriente y, al mismo tiempo, extraordinaria. Ese joven matrimonio representa
a millones de fieles Santos de los Últimos Días de todo el mundo que guardan
sus convenios y que siguen adelante a lo largo del sendero estrecho y angosto
con una firme fe en Cristo y un fulgor perfecto de esperanza (véase 2 Nefi
31:19–20). John y Heather no servían en puestos prominentes en la Iglesia, no
estaban emparentados con Autoridades Generales, y a veces tenían dudas y
temores; en muchos de esos aspectos, su historia es muy común.
Sin embargo, ambos jóvenes fueron
bendecidos en formas extraordinarias a fin de aprender lecciones esenciales
para la eternidad por medio de la aflicción y las dificultades. He compartido
este relato con ustedes porque John y Heather, que son iguales a muchos de
ustedes, llegaron a comprender que no desmayar es más importante que
sobrevivir; por consiguiente, su experiencia no tenía que ver fundamentalmente
con vivir y morir; más bien, tenía que ver con aprender, vivir y llegar a ser.
Para muchos, la historia de ellos es,
ha sido o podría ser la historia de ustedes; ustedes enfrentan, han enfrentado
o enfrentarán dificultades similares con el mismo valor y perspectiva
espiritual que ellos. No sé por qué algunas personas aprenden las lecciones de
la eternidad a través de las pruebas y el sufrimiento, mientras que otras las
aprenden por medio del rescate y de la sanación. No conozco todas las razones
ni todos los propósitos, ni lo sé todo sobre el tiempo del Señor. Al igual que
Nefi, ustedes y yo podemos decir que “no [sabemos] el significado de todas las
cosas” (1 Nefi 11:17).
No obstante, hay algunas cosas que sé
con absoluta seguridad. Sé que somos hijos e hijas en espíritu de un amoroso
Padre Celestial; sé que el Padre Eterno es el Autor del plan de felicidad; sé
que Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor; sé que Jesucristo hizo posible
el plan del Padre por medio de Su expiación infinita y eterna. Sé que el Señor,
que “padeció… muerte y dolor”2 por
nosotros, puede socorrer y fortalecer “a los de su pueblo, de acuerdo con las
debilidades de ellos” (Alma 7:12); y sé que una de las más grandes bendiciones
de la vida terrenal es no desmayar y permitir que nuestra propia voluntad sea
“absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
Aunque no lo sé todo en cuanto a cómo,
cuándo, dónde y por qué se reciben esas bendiciones, testifico que,
efectivamente, son reales. Sé que si siguen adelante en la vida con fe firme en
Cristo, tendrán la capacidad para no desmayar.
1. Neal A. Maxwell, “Aplica la sangre expiatoria de Cristo”,
Liahona, enero de 1998, pág. 26.
2. Hugh W. Dougall, “Jesús de Nazaret”, Himnos, nro. 105.
Del discurso del devocional del Sistema Educativo de la Iglesia “Que no tengamos que… desmayar”, pronunciado en la Universidad de Texas, en Arlington, el 3 de marzo de 2013.
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