LA VERDADERA FORTALEZA DE LA IGLESIA - por el presidente Gordon B. Hinckley
He tenido la oportunidad de conocer a muchos hombres y mujeres maravillosos de varias partes del mundo. Algunos de ellos han dejado en mí una impresión indeleble. Tal fue el caso con un oficial naval de Asia, un brillante joven que vino para los Estados Unidos por razones de entrenamiento militar. Algunos de sus compañeros de la marina de los Estados Unidos, cuyo comportamiento y personalidad le atrajeron, compartieron con él y por su pedido, sus creencias religiosas. No se trataba de un cristiano, pero se encontraba muy interesado. Ellos le hablaron del Salvador del mundo, de Jesús que nació en Belén, que dio su vida por la humanidad. Le relataron la aparición de Dios, el Eterno Padre y del Señor resucitado, al joven José Smith. Le hablaron de los profetas modernos; le enseñaron el evangelio del Maestro. El Espíritu envolvió su corazón y este joven asiático fue bautizado.
Le conocí poco antes de que regresara a su tierra nativa. Hablamos de estos acontecimientos y yo le dije: "Su gente no es cristiana. Usted proviene de una tierra donde los cristianos pasan por momentos muy difíciles. ¿Qué sucederá ahora que usted regresará a su hogar como cristiano, y especialmente como un cristiano. Mormón?"
Su rostro adquirió un tono sombrío al contestar: "Mi familia se llevará una gran desilusión. Supongo que hasta llegarán a echarme; me considerarán muerto. Con respecto a mi futuro y mi carrera, creo que se me cerrarán con anticipación todas las oportunidades."
Entonces yo le pregunté: "¿Ha estado usted dispuesto a pagar un precio tan alto por el evangelio?"
Sus oscuros ojos brillaron humedecidos por las lágrimas en su apuesta cara olivácea cuando contestó: "Es la verdad, ¿no es así?"
Avergonzado de haber hecho tal pregunta, respondí: "Sí, es la verdad."
A lo cual él contestó: "Entonces, ¿qué más importa?
Ayer fueron presentadas las estadísticas del crecimiento y desarrollo de la Iglesia. Son impresionantes y alentadoras. Me recuerdan una reciente audición de televisión en la cual el animador entrevistó al reverendo Dean M. Kelly, del Concilio Nacional de Iglesias de los Estados Unidos, quien se refirió a la disminución de los miembros de algunas de las sectas religiosas más grandes y mejor conocidas, así también como sobre el acelerado crecimiento de otras. Refiriéndose a los motivos de la disminución de los miembros en algunas iglesias dijo: "Porque han llegado a ser liberales; permiten que casi cualquiera sea miembro de sus iglesias o que permanezcan en su condición de tales. No tienen exigencias rigurosas con respecto a las creencias o las contribuciones." Asimismo destacó el hecho de que aquellos grupos que requieren el sacrificio de tiempo, esfuerzos y medios, disfrutan de un crecimiento y de un desarrollo vigorosos.
Seguidamente expresó: "De entre las iglesias de más de un millón de miembros, la que está desarrollándose más rápidamente en los Estados Unidos, es la iglesia Mormona, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, con cabecera en Salt Lake City, que está creciendo a un promedio de un cinco por ciento anual, lo que es en verdad un crecimiento muy rápido."
Este es un comentario muy interesante que debería afectar a toda persona razonable. Uno de los puntos que destaca es el hecho de que toda religión que requiere devoción, que pide sacrificios, que demanda disciplina, también disfruta de la lealtad de sus miembros y del interés y el respeto de los demás.
Así fue siempre. El Señor no se equivocó cuando le dijo a Nicodemo: "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios." (Juan 3:5.) No había entonces excepciones. No existía la liberalidad con respecto al cumplimiento de la regla, siendo así mismo con otros asuntos sobre los cuales él habló.
Pablo nunca anduvo con rodeos ni sutilezas cuando explicaba los requisitos del evangelio de Jesucristo. Así sucede en la actualidad. El Señor mismo declaró que "estrecha es la puerta y angosto el camino." Cualquier sistema que se entienda con las eternas consecuencias del comportamiento humano, tiene que establecer guías y adherirse a ellas, y no hay sistema que pueda ser respaldado por la lealtad de los hombres sin esperar de ellos ciertas medidas de disciplina, en especial de la autodisciplina. El costo relacionado con la comodidad, puede ser muy grande. Los sacrificios pueden ser reales. Pero esa misma realidad demandante, constituye la sustancia en la cual se originan la fortaleza y la nobleza de carácter.
La liberalidad ideológica nunca produjo la grandeza. La integridad, la lealtad y la fortaleza, son virtudes cuyo vigor es desarrollado a través de las pruebas que se efectúan dentro del hombre, a medida que él mismo practica la autodisciplina bajo las demandas de la verdad divinamente declarada.
Pero está la otra cara de la moneda, sin la cual esta autodisciplina es muy poco más que un mero ejercicio. La disciplina impuesta por el solo bien de la disciplina, es represiva, no encontrándose en comunión con el espíritu del evangelio de Jesucristo. Este tipo de disciplina se ejecuta generalmente por medio del temor, teniendo entonces resultados negativos.
Pero aquello que es positivo, lo que procede de la convicción personal, edifica, eleva y fortalece de una forma maravillosa. En asuntos de religión, cuando un hombre es motivado por grandes y poderosas convicciones de verdad, es cuando se autodisciplina, no por las demandas que sobre él ejerce su Iglesia sino como consecuencia del conocimiento que en su corazón posee, de que Dios vive, de que él es un hijo de Dios con potenciales eternos e ilimitados; porque sabe que existe gozo en el servicio, satisfacción en la tarea realizada en bien de una gran causa.
El maravilloso progreso de esta Iglesia, al cual se refiriera el Rev. Kelly, no es producido como resultado de los requisitos que la Iglesia impone a sus miembros, sino como resultado de la convicción sincera de aquellos miembros de que ésta es en verdad la obra de Dios y de que la felicidad, la paz y la satisfacción se encuentran en el servicio justo.
Hoy nos encontramos reunidos en la Manzana del Templo, en este histórico Tabernáculo, rodeados por otros magníficos edificios. Pero la fortaleza de la Iglesia no se encuentra en estos edificios así como tampoco se encuentra en los miles de capillas de todo el mundo, ni en las universidades ni hospitales de la Iglesia. Todas éstas son instalaciones muy deseables para lograr un fin, pero resultan solamente auxiliares a aquélla que es en verdad la verdadera fortaleza. Tal como lo mencionara ayer el presidente Lee, la fortaleza de esta Iglesia descansa en el corazón de su pueblo, en el testimonio y la convicción individual de la veracidad de esta obra. Cuando un individuo posee un testimonio, los requisitos de la Iglesia se convierten en desafíos en lugar de pesadas cargas. El Salvador declaró: ". . . porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga." (Mateo 11:30.)
El yugo de la responsabilidad de la Iglesia, la carga de la dirección en la Iglesia, se convierte en oportunidades en lugar de problemas, para aquel que viste el manto de la labor dedicada en la Iglesia de Jesucristo.
Hace unos días, mientras me encontraba en una conferencia en el este de los Estados Unidos, tuve la oportunidad de escuchar la experiencia de un ingeniero que se convirtió a la Iglesia hace algunos meses. Los misioneros llegaron a su hogar y su esposa los invitó a " pasar. Su esposa respondió ávidamente al mensaje de los misioneros, mientras que él sintió que era empujado en contra de su voluntad. Una tarde ella indicó que deseaba ser bautizada. El se puso furioso. ¿Es que acaso no sabía ella lo que eso significaba? Esto significaría tiempo; significaría el pago de los diezmos; significaría renunciar a sus amigos, significaría tener que dejar de fumar. Se puso el sobretodo, salió de la casa con un violento portazo y se internó en la noche. Caminó por las calles maldiciendo a su esposa, maldiciendo a los misioneros y maldicíéndose a sí mismo por haberles permitido entrar y que les enseñaran. Al cansarse luego de tanto caminar, se tranquilizó siendo poseído de alguna manera, por el espíritu de oración. Oraba a medida que caminaba. Le pidió a Dios una respuesta a sus preguntas, luego de lo cual recibió una impresión, clara e inequívoca, que fue casi como si una voz articulara claramente las palabras y dijera: "Es verdad."
"Es verdad," se dijo a sí mismo una y otra vez. "Es verdad." Una serena paz invadió su corazón. A medida que caminaba de regreso hacia el hogar, las restricciones, las demandas, los requisitos sobre los cuales tanto se había exasperado, comenzaron a parecerle oportunidades. Cuando llegó a su hogar y abrió la puerta, vio que su esposa había estado orando.
Luego, delante de la congregación a la cual le había declarado esto, habló de la felicidad que desde entonces habían recibido en su vida. El pagar los diezmos no resultaba un problema. El compartir de algo de sus bienes con Dios, quien les había dado todo lo que tenían, no parecía suficiente. El tiempo que debían dedicar al servicio en la Iglesia tampoco resultaba un problema. Esto les requería solamente preparar con un poco más de cuidado el horario de los días de la semana. La responsabilidad tampoco presentaba ningún problema. Como consecuencia de todo esto comenzaron a desarrollarse y a mirar la vida desde un punto de vista diferente. Luego, este hombre de intelecto entrenado, el ingeniero acostumbrado a manejar los hechos del mundo físico en el cual vivimos,. Con húmedos ojos brindó su solemne testimonio sobre el milagro que en su vida se había llevado a cabo.
Lo mismo sucede con cientos de miles de personas en diferentes tierras; hombres y mujeres de diferentes capacidades y entrenamientos, de negocios y profesionales; hombres extremadamente prácticos que trabajan con los hechos laborales del mundo, en cuyos corazones arde el silente testimonio de que Dios vive, de que Jesús es el Cristo, de que su obra es divina, y que fue restaurada a la tierra para la bendición de todos aquellos que participaran de sus oportunidades.
El Señor dijo: "He aquí, yo estoy en la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo." (Ap. 3:20.
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