LOS QUE MUEREN EN EL SEÑOR - por el élder Bruce R. McConkie

Deseo hablar de un tema que causa miedo, incluso terror, a la mayoría de las personas. Es algo a lo que tememos, que nos sobrecoge, algo de lo que huiríamos si pudiéramos. Se trata del pasaje del alma inmortal al reino eterno, del temeroso día en que abandonaremos esta vida mortal y volveremos al polvo del cual hemos venido. Hablaré de la muerte—la muerte terrena, la natural, la del cuerpo—, y del estado del alma cuando le llega el momento de esta consumación final.

Es indudable que todos deberemos ser guiados e iluminados por el poder del Espíritu Santo cuando lleguemos a ese reino, sobre el cual el hombre carnal sabe tan poco pero del que se ha dado tanta revelación a los santos del Altísimo.

Ruego que mis palabras, que hablo por el poder del Espíritu Santo, penetren en vuestro corazón también por el poder del mismo Espíritu, para que sepáis y sintáis la veracidad de las mismas.

Me gustaría citar estas dulces y consoladoras palabras bíblicas: "Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos" (Sal. L 16:15). A esto agrego la aguda declaración de Pablo cuando dijo: "El aguijón de la muerte es el pecado" ( 1 Cor. 15:56).

La muerte puede ser reconfortante, dulce y preciosa, pero también puede arrojar sobre nosotros la agonía ardiente y abrasadora de un infierno sin fin. Y cada uno de nosotros, individualmente, elige cuál de estas formas ha de ser.

Si hemos de colocar a la muerte en su perspectiva correspondiente, debemos primero aprender el propósito de la vida, saber de dónde venimos, quiénes somos y por qué Dios nos puso aquí. Solamente entonces podremos tener la visión de adónde iremos, de acuerdo con la disposición de Aquel que nos creó.

Sabemos, porque el Señor nos lo ha revelado, que somos hijos espirituales de un Ser exaltado y glorificado, de un Hombre Santo que tiene un cuerpo de carne y huesos y es nuestro Padre Celestial.

Sabemos que la clase de vida que El vive es vida eterna, que consiste en vivir dentro de la unidad familiar y en poseer todo poder, toda supremacía y todo dominio.

Sabemos que El estableció el plan de salvación para permitirnos progresar desde nuestro estado espiritual, al mismo estado de gloria, honor y exaltación que El posee. Sabemos que ese plan requería la creación de este mundo, para que pudiéramos morar como mortales, recibir cuerpos hechos del polvo de la tierra y padecer todas las pruebas que enfrentamos aquí.

Sabemos que en el plan de salvación estaba prevista la caída del hombre, con su consecuente muerte temporal y espiritual; estaba prevista la redención de la muerte por medio del sacrificio expiatorio del Hijo de Dios, y también la herencia de una vida eterna para todos los que obedecieran. Sabemos que este gran plan de progreso requería un nacimiento, por medio del cual obtendríamos un tabernáculo mortal para nuestros espíritus eternos y una muerte que libraría esos espíritus de las enfermedades y debilidades de la mortalidad.

Y quisiera aclarar que nunca se estableció que esta vida sería fácil. Es un estado probatorio en el cual pasamos por pruebas físicas, mentales, morales y espirituales; estamos sujetos a enfermedades y corrupción; somos víctimas del cáncer, la lepra y muchos males contagiosos, y sufrimos dolor, penas y aflicciones. Ocurren desastres; las inundaciones arrasan nuestros hogares, las pestes destruyen nuestras cosechas, plagas y guerras llenan de tumbas nuestros cementerios y asolan nuestros hogares.

Ha llegado el momento de elegir entre la palabra revelada de Dios y los postulados científicos que destruyen el alma. Las tentaciones, la lujuria, la maldad en todas sus formas son parte del plan, y cada persona que tenga el privilegio de pasar por la mortalidad debe sufrir y padecer las experiencias.

El proceso de la prueba mortal es igual para todo ser humano, sea santo o pecador. Muchas veces las pruebas y aflicciones de aquellos que han recibido el evangelio, exceden a las que sufre la gente del mundo. A Abraham se le requirió que sacrificara a su único hijo; Lehi y su familia dejaron sus tierras y riquezas para vivir en el desierto. En todas las épocas se les ha requerido a los santos que dejaran todas sus posesiones en el altar, aún hasta su propia vida.

Con respecto a las pruebas personales que todos enfrentamos, podemos decir que por medio de la sabiduría de Dios, que es Omnisciente, recibimos las pruebas particulares y específicas que necesitamos de acuerdo con nuestra situación personal. Es a nosotros, sus santos, a quienes habla el Señor cuando dice:

. . . he decretado en mi corazón probaros en todas las cosas. . . para ver si permanecéis en mi convenio, aun hasta la muerte, a fin de que seáis hallados dignos.

“Porque si no permanecéis en mi convenio, no sois dignos de mí." (D. y C. 98: 14-15.)


¿Qué significa entonces la muerte? ¿Y la de nuestros seres queridos? ¿Qué significa nuestra vida más allá de la tumba?

Las Escrituras dicen: ". . . la muerte ha pasado a todo hombre para cumplir el misericordioso designio del Gran Creador" (2 Nefi 9:6). De acuerdo con el conocimiento que tenemos los santos, no hay ni debe haber pena en la muerte. con excepción del dolor de la separación física y temporaria. El nacimiento y la muerte son pasos esenciales para el cumplimiento de la eternidad.

En el mundo espiritual, dimos voces de alegría por el privilegio de poder ser mortales, porque sin las pruebas de esta vida mortal no puede haber vida eterna. Ahora cantamos alabanzas al gran Redentor por el privilegio de salir de esta vida, porque sin la muerte y la resurrección no podríamos levantarnos en gloria e inmortal y ganar una vida eterna.

Cuando los santos fieles dejan esta vida son "recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso: un estado de descanso, un estado de paz, donde descansarán de todas sus aflicciones, y de todo cuidado y pena" (Alma 40:12), y permanecerán en ese estado hasta el día de su resurrección. Cuando el inicuo y el impío dejan esta tierra, ellos continúan en su iniquidad y rebeldía. "El mismo espíritu que posee vuestros cuerpos al salir de esta vida", dicen las Escrituras, "ese mismo espíritu tendrá poder para poseer vuestro cuerpo en aquel mundo eterno." (Alma 34:34.)

"Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo una esperanza resplandeciente, y amor hacia Dios y hacia todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo y perseverando hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna." (2 Nefi 31:20.)

Esto quiere decir que todo santo que sea fiel, todos aquellos que perseveren hasta el fin, dejarán esta vida con la garantía absoluta de una vida eterna.

No hay motivo de equivocación, de duda ni de incertidumbre en nuestra mente. A aquellos que hayan sido verídicos y fieles en esta vida, no se les pasará por alto en la vida venidera. Si guardan los mandamientos aquí, y se van de esta vida con un testimonio firme y verdadero de nuestro bendito Dios, recibirán la herencia de una vida eterna. Con esto no queremos decir que los que mueren en el Señor y han sido sinceros y fieles aquí, deban ser perfectos en todas las cosas en el momento en que pasen a la siguiente existencia. Hubo solo un hombre perfecto: el Señor Jesucristo, Hijo de Dios.

Muchas almas justas que han alcanzado cierta perfección, muchas personas buenas que han sido fieles y han vivido la ley, han dejado esta vida con la seguridad de la herencia de una vida eterna. pero hay muchas cosas que ellos deben hacer y harán más allá de la tumba para merecer la plenitud del Reino del Padre, en ese glorioso día final cuando el gran Rey les diga: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo" (Mat. 25:34).

Lo que quiero decir es que cuando los santos de Dios siguen el derrotero de la justicia; cuando obtienen un testimonio de la verdad y la divinidad de la obra del Señor; cuando guardan sus mandamientos y superan al mundo; cuando lo primero en su vida es el reino de Dios — y esto no significa que sean perfectos, al dejar esta vida obtendrán la vida eterna en el reino de nuestro Padre Celestial y llegarán a ser perfectos como Dios y Jesucristo.

No es extraño entonces que las Escrituras digan: "Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos". Este concepto es precioso, hermoso y lleno de gloria, porque cuando los santos mueren, se han asegurado la exaltación con Dios, quien les proveyó el camino para que progresaran y pudieran ser como El.

Tampoco es extraño lo que dice la escritura: "Bienaventurados. . . los muertos que mueren en el Señor. . . . descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen" (Apoc. 14:13). Verdaderamente, bienaventurados son, porque los santos fieles han cumplido lealmente con el propósito de su creación y Dios misericordioso les dará todas las cosas a su debido tiempo.

No es extraño que Dios haya dicho a sus santos: "Los que mueran en no gustarán de la muerte, porque les será dulce" (D. y C. 42:46).

No es extraño que el profeta José Smith haya dicho: "Cuando los hombres están preparados, se encuentran en mejor posición para ir allá." (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 402, 359.)

Pero no interpretéis mal mis palabras: nosotros no buscamos la muerte, aunque sea parte del misericordioso plan del gran Creador, sino que más bien nos regocijamos en la vida y deseamos vivir lo más que podamos siempre que seamos útiles a nuestros semejantes. Los santos fieles son una influencia justa en un mundo de iniquidad.

A veces los santos de Dios son acosados y perseguidos. A veces el Señor deliberadamente permite que sus fieles sufran, tanto física como espiritualmente, para probarlos en todas las cosas y ver si permanecen en el convenio aun hasta la muerte, a fin de que sean hallados dignos de la vida eterna. Si así ha de ser con alguno de nosotros, que así sea. Pero sea lo que sea, y suceda lo que suceda aquí en la tierra, no será más que un breve momento, y si somos fieles y dignos Dios nos exaltará a su debido tiempo en las alturas, y en la resurrección seremos compensados por todas nuestras pérdidas y sufrimientos. Nos levantaremos de la mortalidad a la inmortalidad, de la corrupción a la incorrupción y saldremos de la tumba en una perfecta condición física. No se perderá ni un pelo de nuestra cabeza y Dios secará todas nuestras lágrimas. Si hemos vivido el evangelio, resucitaremos con cuerpos celestiales que podrán soportar la gloria del reino celestial. Continuaremos viviendo en unidad familiar y tal como José Smith dijo:

"Y la misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí, existirá entre nosotros allá; pero la acompañará una gloria eterna que ahora no conocemos." ( D. y C. 130:2.)

Nos regocijamos en la vida y nos regocijamos en la muerte. Y no tenemos otros deseos a no ser cumplir con la voluntad del Padre a quien pertenecemos y morar con El en su reino, en el momento señalado.

Ojalá sucediera con cada uno de nosotros lo que con el valiente Apóstol de la antigüedad, cuando en el momento de su muerte dijo:

"Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano.

“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida." (2 Tim. 4:6-8.)

En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

(Conferencia general de octubre de 1976)

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